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CARTA A UN PROFESOR.-

Sr. Profesor:

En estos días en que dispongo de tiempo para pensar sobre usted y sobre el pasado; ahora que no pesan exámenes sobre mi conciencia ni ejercicios obligatorios que terminar, puedo permitirme el pecado de expresar el fruto de mis vivencias y pensamientos.

Trabajo me ha costado comenzar a escribir fuera de las dos líneas que de pequeño me imponías; más esfuerzo aún he necesitado para buscar palabras que no vienen en ninguna caligrafía ni me mandaste copiar en ninguna muestra. "Madrid es la capital de España", tenía para mí, niño, tan poca importancia que ni siquiera me molesté en preguntarte qué significaba capital, o Madrid, o España. Vinieron después muchas palabras repetidas en exámenes a los que tú puntuabas con la ingenua pretensión de que mi conocimiento quedaba calificado con exactitud matemática.

Suspensos y aprobados los veo ahora igual de injustos, juntos en el absurdo. Suspensos y aprobados siguen siendo el único motor posible de la escuela tuya, porque el aprender como obligación a nadie mueve; ni tan siquiera a ti, que sigues sabiendo ahora tan poco como cuando terminaste tu carrera, y ese poco, tan sólo puedes recitarlo. A menudo repetías que estábamos en las nubes porque pensábamos en nuestros juegos, porque mirábamos la gente que pasaba, porque dibujábamos fuera de la clase de dibujo. Y ese era nuestro mundo, nuestra tierra, allí estaban nuestros pies; tú eras, quien estaba en las nubes hablando del Esla, del objeto indirecto y de la propiedad transitiva.

Recuerdo ahora los días de invierno saliendo del colegio y entrando en casa porque ya el sol se había metido y el frío intenso había ocupado su lugar; quedaba el jugar para otra ocasión. El Sr. Ministro había decidido que hacer los deberes era más importante para nuestra formación, porque ya habían planificado tiempos de desahogo en el patio entre atadura y atadura. En cambio, qué poco recuerdo las voces de mis compañeros en la clase: casi siempre les oí después de interrogación contestando lo que malamente recordaban de su ración diaria de lección insípida.

He estudiado la EGB, el BUP, el COU y algo más, han pasado muchos años y tú apenas has cambiado: ahora repito frases más largas, pero demasiadas veces pertenecen a un lenguaje de otro mundo o dicen aquello que ni siquiera deseo escuchar. A menudo en estos tiempos te las das de progre y buscas excusas en las que esconder tu ignorancia y tu cobardía: "el programa" "no tenemos tiempo" "no disponemos de medios adecuados". Te has colocado al otro lado de la vida y te da miedo saltar.

Ni recuerdo ni me importa no recordar aquello que según mis boletines de notas debería saber; perdido en la lejanía del olvido y el desinterés se encuentra ahora por igual lo que repetí vigilado en un papel y lo que nunca logré memorizar. De la inmensidad de papeles gastados, no más de unos pocos fueron escritos a gusto y libremente; quizá ninguno. Para comenzar a aprender he tenido que empezar de nuevo y aún peor: debí superar el sueño producido por varias sesiones diarias de lecciones magistrales y el desinterés por la vida suministrado por la obligación de horas callado; tardé en comprender que leer puede ser interesante y aprender un gozo. La imaginación mía te la llevaste al mismo sitio en que se perdió la tuya.

Siento que me has robado el tiempo que ya no te puedo arrebatar; horas que dejaron escapar la vida entre los renglones rectos. No te apruebo ni te suspendo, ladrón de vida, en tus manos lo dejo, porque la nota que yo te ponga no constará en ningún acta oficial ni te obligaría a repetir curso, y porque, al fin, eres tan víctima como yo, peón de intereses más altos.

Josemi Ibáñez
Palencia, Agosto del 82
(Publicado en “Jóvenes” nº 4, Sep.-Octubre 1982, JOC-E)

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